Gaza: un millón de niños y niñas solo conoce la crueldad de los ataques y un bloqueo sin fin

Juan París, nuestro psiquiatra en Territorios Palestinos Ocupados desde agosto de 2020, brinda apoyo psicológico al personal humanitario de nuestra organización. Juan hace un repaso de los 11 días de intensos ataques aéreos lanzados por el Ejército israelí sobre Gaza, y explica las consecuencias que tiene para la salud mental de los palestinos la violencia diaria a la que están expuestos. Alrededor del 40% de la población de Gaza, aproximadamente un millón de personas, son niños y niñas menores de 14 años que han vivido toda su vida en una región bloqueada por aire, tierra y mar, lo que les convierte en un colectivo especialmente vulnerable.

Juan París, nuestro psiquiatra en Territorios Palestinos Ocupados desde agosto de 2020, brinda apoyo psicológico al personal humanitario de nuestra organización. Juan hace un repaso de los 11 días de intensos ataques aéreos lanzados por el Ejército israelí sobre Gaza, y explica las consecuencias que tiene para la salud mental de los palestinos la violencia diaria a la que están expuestos. Alrededor del 40% de la población de Gaza, aproximadamente un millón de personas, son niños y niñas menores de 14 años que han vivido toda su vida en una región bloqueada por aire, tierra y mar, lo que les convierte en un colectivo especialmente vulnerable.

“Cuando les pregunto cómo vivieron esos fatídicos 11 días, todos mis compañeros y compañeras mencionan que la intensidad de los bombardeos sobre la Franja fue mucho mayor que en las anteriores ofensivas israelíes; mucho más fuertes que los que tuvieron lugar en el verano de 2014. De hecho, incluso aquellas personas que ya habían pasado por experiencias similares en el pasado, se han visto gravemente afectadas por lo ocurrido durante los últimos ataques. Muchos de los que vienen a hablar conmigo me confiesan haber pasado un miedo terrible y atroz.

Afortunadamente, se establecieron redes de apoyo muy rápidamente, y se compartieron muchos mensajes en grupos privados de distintas redes sociales. Las personas intercambiaron fotos de sus familias y contaron lo que estaban haciendo para ayudar a sus hijos e hijas a superar los ataques aéreos. Se apoyaron mutuamente. Sus conversaciones desvelan un enorme pánico —sobre todo, a morir en un ataque aéreo nocturno—, pero también muestran un apoyo mutuo. “¿Tienes agua y comida suficiente?” “¿Han recibido algún aviso sobre el estado de la seguridad en su barrio?” El nivel de violencia que soportaron les hizo revivir episodios anteriores del conflicto y les llevó a reavivar en su interior un profundo sentimiento de injusticia e impotencia.

 

 

A pesar de todo, siguieron trabajando sin descanso. Al ser por un lado trabajadores humanitarios y por otro lado gazatíes, se exponen por partida doble a las dificultades de tener que vivir en la Franja de Gaza; una pequeña porción de tierra que lleva sometida a un bloqueo total desde hace casi 15 años. Al tiempo que son los encargados de curar a las personas heridas en el conflicto, muchas de las cuales sufren terribles secuelas y distintos grados de discapacidad tras participar en las protestas de la Gran Marcha del Retorno y ser disparados por los soldados israelíes, comparten con ellos su frustración, su precariedad y sus mismas realidades.

En consecuencia, siento cómo que todas estas personas están expuestas tanto en lo profesional como en lo personal. Sufren, como todos los habitantes de Gaza, lo duro que es tener que vivir siempre expuesto a la violencia, rodeados de pobreza, de desempleo, de desesperanza y con una terrible sensación de desprotección, de no poder ofrecerle una mínima seguridad y bienestar a sus hijos e hijas. Sienten apego por su tierra y sus recuerdos, pero se debaten entre la esperanza y la realidad de su vida cotidiana.

El 40 por ciento de la población de Gaza tiene menos de 14 años, lo que representa alrededor de un millón de personas. Todo lo que ha conocido este millón de niñas y niños es el bloqueo impuesto por Israel y Egipto. No han visto otra cosa en sus vidas. Han vivido varias ofensivas israelíes, las protestas y la represión durante la mencionada Gran Marcha del Retorno. Y por si fuera poco, ahora han sufrido esta campaña de ataques aéreos a gran escala. Al margen de los periodos en los que la violencia se recrudece, los ataques aéreos son habituales en Gaza. Generalmente, ataques esporádicos lanzados durante la noche. Y junto con las ofensivas más intensas y continuadas, que ocurren de forma cíclica cada pocos años, estos sucesos se van acumulando en la memoria y en los sentimientos de la población infantil y van reduciendo, cada vez más, su capacidad para lograr superarlos algún día.

Esta es su realidad, y así la describen también las personas a las que prestamos ayuda. Su acceso a unos servicios básicos y al mundo exterior es extremadamente limitado. Las personas que hoy tienen poco más de 20 o 25 años también vivieron siendo niños la Segunda Intifada, a principios de los años 2000. Cada nueva guerra destruye aún más el tejido social de Gaza: afecta a las familias, a los padres y las madres que luchan por sobrevivir, por encontrar un trabajo, por conseguir el dinero suficiente para no hundirse en la pobreza, por sobrevivir a los combates —no solo física sino también emocionalmente—.

Esta acumulación de sucesos traumáticos tiene consecuencias a largo plazo para la población infantil y adolescente de Gaza. Las bombas que caen en la ciudad de Gaza no solo destruyen un edificio, sino todo un sistema que solía servir para proteger a este grupo de población tan vulnerable. Por ejemplo, cuando las escuelas cierran debido a los combates, las niñas y niños se ven privados de un espacio seguro donde poder interactuar y jugar. Se produce un efecto dominó: una persona deprimida es más propensa a recuperarse de su enfermedad cuando está rodeada de gente que goza de buena salud. En Gaza, toda la estructura familiar se ve afectada por estos sucesos brutales y recurrentes. Lo mismo sucede en Cisjordania, aunque la situación es diferente. Nuestra organización brinda apoyo a niñas y niños en Nablús o en Hebrón. Crecen en poblaciones ocupadas y saben que pueden sufrir detenciones, acoso o malos tratos. Y por si fuera poco, los desplazamientos dentro de Cisjordania están restringidos y dependen de la buena voluntad de las fuerzas de ocupación —es decir, Israel—.

La exposición a dicha violencia puede tener consecuencias socioeconómicas, que se traducen en más precariedad, menos oportunidades académicas y laborales, e inseguridad alimentaria. También en problemas de salud mental, como porcentajes más altos de psicosis, depresión y trastorno por estrés postraumático (TEPT), así como en una mayor prevalencia de enfermedades no transmisibles como la diabetes, el asma y el cáncer. Observamos el mismo fenómeno entre personas migrantes que llegan a Europa y comunidades afroamericanas e hispanas en Estados Unidos, como en tantas otras poblaciones expuestas a constante adversidad.

El sufrimiento psicológico y emocional no es mesurable, pero no en vano estudios muestran cómo hasta un 40%, 60%-70 % y 90% respectivamente de la población joven de Gaza padece síntomas relacionados con su estado de ánimo, trastorno de estrés postraumático (TEPT) y otras patologías facilitadas por el estrés[1]. Y una buena muestra de ello es que el número de suicidios e intentos de suicidio en Gaza aumentó de forma constante en 2020, aunque es evidente que esto es algo que no se denuncia, debido sobre todo al estigma que rodea a los problemas de salud mental en la sociedad palestina.

A pesar de todo ello, la población de Gaza hacen gala de una resiliencia admirable. Llevan sobre espaldas sobrecargadas el peso de su sociedad, el sufrimiento, el dolor, y las experiencias traumáticas, y sin embargo logran responder a las necesidades de los suyos, sean físicas, sociales o psicológicas, mientras luchan por sobrevivir a las bombas. Hoy, deconstruyen los edificios destruidos por misiles para reutilizar el material en la construcción de nuevas estructuras. Lo mismo harán con sus estructuras de apoyo, con sus lazos sociales. Sus recursos de supervivencia y su capacidad para rehacerse en medio de la adversidad son envidiables y de lo cual tenemos mucho que aprender, pero no son infinitos. La resiliencia de todo material y de toda persona, incluso la de un gazatí, tiene un límite. Y mientras no se produzca un cambio, mientras sigan repitiéndose estas escaladas de violencia y este acoso constante, sus heridas nunca podrán sanar del todo”.

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