Sin noticias de Malakal

Chirrían puertas metálicas. El viento arrastra ropa, chatarra, botellas de agua, sillas de plástico. La vida ha desaparecido de Malakal, ciudad estratégica de Sudán del Sur ubicada cerca de algunas de las mayores explotaciones petrolíferas del país.

Chirrían puertas metálicas. El viento arrastra ropa, chatarra, botellas de agua, sillas de plástico. La vida ha desaparecido de Malakal, ciudad estratégica de Sudán del Sur ubicada cerca de algunas de las mayores explotaciones petrolíferas del país.

Los combates entre las fuerzas gubernamentales y de la oposición han convertido en un desierto esta gran cuadrícula rodeada por el Nilo. Algunos civiles ni siquiera tuvieron la posibilidad de escapar: se vieron obligados a asistir al horror.

Es el caso de Ronyo Adwok. Cuando estallaron los últimos combates del 18 de febrero, la casa de este profesor de Historia de 59 años fue atacada. Se lastimó una pierna y acudió al Hospital Universitario de Malakal, pensando que sería un lugar seguro. Se equivocó. “Entraban cada día diez o quince hombres armados en el hospital. Pedían móviles y dinero a la gente. Si no les dabas nada, te disparaban. También a los que estábamos ingresados. Muchos fueron asesinados en la sala en la que yo estaba. Incluso se llevaron a varias mujeres”, recuerda.

No es la primera vez que los centros médicos son brutalmente asaltados en el país más joven del mundo desde que a mediados de diciembre estalló el actual conflicto. En Leer, estado de Unidad, los equipos de Médicos Sin Fronteras (MSF) descubrieron un hospital quemado y saqueado cuando intentaron volver a trabajar en él. Sus instalaciones en Bentiu, también en Unidad, fueron saqueadas en medio de un escenario generalizado de caos y terror. Estos asaltos se enmarcan en una ola de violencia dirigida no solo contra hospitales sino contra mercados, lugares públicos y ciudades enteras.

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Cuando huir no es una opción

¿Qué ocurre cuando un civil no puede escapar de todo esto? Ronyo Adwok es uno de los 53 pacientes que debido a sus heridas o su estado físico no consiguieron huir del Hospital Universitario de Malakal cuando fue asaltado. Todos los demás, entre ellos pacientes de tuberculosis y de leishmaniasis visceral, escaparon. Los equipos de MSF, que se habían visto obligados a interrumpir temporalmente sus actividades en la ciudad el día 17 debido a la inseguridad, se encontraron con un panorama desolador al regresar, cinco días después, al Hospital Universitario. “Había once cadáveres en el hospital. Pacientes asesinados en sus camas. Encontramos otros tres cerca de una de las entradas del centro –explica Carlos Francisco, coordinador de MSF en Malakal–. El centro nutricional había sido quemado, los almacenes habían sido saqueados. Era irreconocible como hospital, todo estaba revuelto”. Los cadáveres seguían sobre las camas y un amasijo de cajas de medicamentos, ropa y maletas abiertas yacía desparramado en el suelo, signo del pavor que se apoderó de los que huyeron. “El primer día que llegamos, incluso había un paciente escondiéndose en el tejado”, recuerda la enfermera Siobhan O’Malley.

Medio centenar de pacientes se habían quedado varios días aislados y sin asistencia médica. El equipo de MSF organizó de inmediato su traslado al recinto de la misión de Naciones Unidas en Sudán del Sur (UNMISS), donde se agolpan unos 21.000 desplazados. Allí, MSF montó junto al Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) un hospital de campaña para atender de urgencia a estos pacientes. Apenas seis kilómetros separan Malakal de las instalaciones de la ONU: un gran secarral que fue el escenario de algunos de los combates más crudos. “Mirad –dice Francisco desde el coche a tan solo unos cien metros del recinto de la ONU–. Es el cadáver de un civil. Lo mataron cuando estaba huyendo al campo de Naciones Unidas”.
La situación en el campo es deplorable. “En una superficie no demasiado grande, se hacinan más de 20.000 personas en unas condiciones precarias”, expone Francisco. Los desplazados sufren la falta de espacio, agua potable y medidas de higiene. Además, el campo está en una zona que se suele inundar y la llegada de la estación de lluvias preocupa a la población y a las organizaciones humanitarias. El hacinamiento de personas no solo conlleva un mayor riesgo de transmisión de enfermedades, sino que en ocasiones agudiza las tensiones entre la población, como cuando decenas de personas resultaron heridas en el campo en unos altercados que se desataron en paralelo a los combates armados en la ciudad. Durante aquellos días de febrero, MSF trató junto al CICR a 152 personas: 32 con heridas de bala y casi todos los demás de arma blanca.

Más de un millón de personas lejos de sus hogares

En tan solo cien días, 803.000 personas se han visto obligadas a desplazarse y buscar un nuevo hogar (o algo que se le asemeje) dentro de Sudán del Sur. Otras 254.600 personas se han refugiado en países vecinos, según datos de la ONU. Las cifras dan una idea de la dimensión del conflicto, desencadenado en el propio seno del Ejército del recién creado país y que ha causado estragos en el cinturón nororiental que pasa por los estados de Unidad, Alto Nilo (cuya capital es Malakal) y Jonglei. Las principales etnias del país (dinka, nuer y shilluk) se han visto afectadas por el conflicto y pueblan los campos de desplazados habilitados en distintos puntos de la geografía sursudanesa.

“Lo peor es que no estamos llegando a toda la gente que lo necesita. La violencia está evitando que podamos acceder a lugares donde hay un gran número de desplazados y donde tememos que se propaguen las epidemias y la malnutrición haga mella en la población, sobre todo con la llegada de la época de lluvias”, lamenta Llanos Ortiz, que coordina la respuesta de emergencia de MSF en Sudán del Sur.

En el caso concreto de Malakal, son frecuentes los casos de diarrea tratados Y se teme que el número de pacientes con malaria o desnutrición aumente con la llegada de la estación de lluvias si las condiciones del campo no mejoran. Nuevos pacientes son ingresados en el centro de MSF, donde siguen recuperándose los que consiguieron sobrevivir al asalto armado al Hospital Universitario. Muchos de ellos sufrieron amputaciones, quemaduras, heridas… y traumas psicológicos. Hay un hombre al que le dispararon en las cuatro extremidades, con la clara intención de dejarlo inválido pero con vida. Un comerciante sudanés recibió un tiro en la mandíbula, perdió su capacidad para masticar y falleció el día 12 de marzo.
“En esta guerra nos han separado a todos”, denuncia uno de los pacientes, Yay Jack Abuor, que ha perdido un dedo a causa de un balazo. “Me dispararon en la mano. Huimos hacia el río Nilo y nos persiguieron. Me escondí durante varios días entre dos barcos. Solo salía para beber agua y orinar. Luego me llevaron a la iglesia y allí MSF y el CICR me recogieron”, narra el joven, que estudiaba en la Universidad del Alto Nilo, hoy desierta tras el paso de la guerra. La mayoría de los testimonios de los supervivientes de Malakal encajan para explicar un fenómeno: los ataques fueron tan brutales y súbitos que desgarraron familias enteras, rompieron comunidades, obligaron a todo el mundo a huir como si no hubiera un mañana. “Cuando empezó la guerra en Malakal, todo el mundo salió corriendo por su cuenta. No sé dónde está mi gente”, confiesa Abuor. El profesor Ronyo pronuncia las mismas palabras: “No sé dónde está mi familia”.

Fuga a orillas del Nilo

El otro lado de la historia está unos 200 kilómetros río abajo: la dirección escogida por el gran éxodo de población que huyó de Malakal y las zonas colindantes. Tan solo en el condado de Melut, más de 18.000 personas se agolpan en tres campamentos en los cuales la ayuda humanitaria escasea. Se trata de una zona más bien deshabitada y cercana a grandes explotaciones petrolíferas. Desde que a finales de enero se instalaron en Melut 3.500 personas, los desplazados no han dejado de llegar: en camiones, en barcas o incluso a pie.

Gran parte de esta población proviene del condado de Baliet, más al sur, o de la misma Malakal, zonas de violentos combates desde que estalló en diciembre el conflicto entre las fuerzas gubernamentales y de la oposición. En los campos de Melut, sorprende la composición demográfica: tan solo hay niños, mujeres y ancianos. Del relato de ellas se desprende que los maridos han muerto, siguen en el frente de batalla o se han extraviado. Rodeada de mujeres en una tienda, Ajith Athor, de 45 años, relata el periplo que las ha traído a este campo. Huyó junto a su marido de Baliet a Malakal, pero cuando la violencia estalló en la ciudad y ella huyó hacia el norte, le perdió la pista. “No sé si mi marido está vivo o muerto”, suspira Ajith. “Tanto en Baliet como en Malakal, las casas fueron quemadas y acribillaron a disparos los grandes edificios. Vinimos a pie”, añade. A la pregunta de cuántas personas iban en el grupo, ni Ajith ni sus compañeras saben qué responder. Miran a su alrededor. Hay decenas de niños. La cuenta llega a treinta: todos, madres y niños, viven en una gran tienda de campaña a la espera de ayuda humanitaria y sin noticias del horror que han dejado atrás.
“Cuando llegamos aquí, teníamos mucho miedo –confiesa Ajith–. Incluso ahora tenemos miedo, porque si los combates llegan hasta aquí, moriremos”. Reverso de los que se quedaron atrapados en Malakal, Ajith no tiene pistas del desarrollo de la guerra ni de lo que pasó en esa gran ciudad que ha visto a toda su población desvanecerse. Para los que forman el éxodo que huyó de las armas río arriba, solo hay un sistema para adivinar la suerte de los seres queridos: “Esperamos unos cinco días en el campo. Si la gente no viene, asumimos que están muertos”.

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