Sobrevivientes de violencia sexual: Hablar de «eso» es un gran paso

Para Gloria pensar que puede hablar sobre «eso» es un gran avance. Cuando dice «eso» se refiere a lo que dirá muchas veces más adelante: «eso que me pasó», pero que en realidad quiere decir eso que le hicieron. Eso a lo que todavía no puede poner nombre sin romperse de nuevo.

Gloria

 
Para Gloria pensar que puede hablar sobre «eso» es un gran avance. Cuando dice «eso» se refiere a lo que dirá muchas veces más adelante: «eso que me pasó», pero que en realidad quiere decir eso que le hicieron. Eso a lo que todavía no puede poner nombre sin romperse de nuevo.
 
Hablar frente a una grabadora, frente a otra persona además de la psicóloga Mayner Rodríguez a quien ha visitado 4 veces en el último mes, es un acto de valentía que la superará, pero significa haber salido de las profundidades del dolor. Aunque esté equivocada y todavía no sea hora de hablarlo con nadie más.
 
Gloria ya no quiere suicidarse. El tratamiento psicológico que le brinda Médicos Sin Fronteras —y no el propio Estado hondureño— está funcionando.
 
Gloria empieza a hablar y deja ver una sonrisa rápida, una mueca ladeada que parece un espasmo de su mejilla, mientras va ajustando su postura en el sofá, clavando las escápulas en el respaldo acolchado, en busca del hueco con la forma de su espalda. El mismo que ha ocupado cada vez que viene a terapia psicológica a este centro de atención para sobrevivientes de violencia sexual en Tegucigalpa.
 
Se siente mejor, dice, y lo agradece ofreciendo otro gesto rápido, una mirada fugaz, a su terapeuta. Intercambian sonrisas: abrazos cálidos sin contacto. Son cómplices. Hay cosas que solo se dirán la una a la otra.
 
Antes —hace unas semanas—, dice Gloria, no sabía qué hacer. No sabía si «eso» había sido su culpa, ni por qué le sucedió a ella, o si habría podido hacer más para evitarlo.
 
—Es increíble que esas cosas le pasen a uno, ¿verdad? Parece mentira, como de telenovela, dice. Sujetando con ambas manos un pañuelo de papel que sacó de su cartera.
Para las mujeres hondureñas, las telenovelas son más que el entretenimiento matutino, para Gloria, el espejo de sus propias tragedias.
 
—No puedo creer lo que me pasó. Me sentía dentro de una pesadilla. Quería morirme, matarme yo, porque no hallaba qué hacer, no sé. Me gustaría vivir como antes, sentirme como antes.
 
Treinta segundos más tarde, sin dar detalles de lo sucedido, Gloria intenta sin éxito contener las lágrimas con el pañuelo. Dice que no entiende cómo eso puede estar sucediendo a diario a tantas mujeres. Y a niñas.
 
Los números son genuinamente difíciles de contextualizar: en Tegucigalpa, durante el año 2018, Médicos Sin Fronteras atendió a 878 personas por situaciones de diversas violencias, de las cuales el 76% son mujeres. 592 fueron casos de violencia sexual. 420 de esos son casos de violaciones.
 
Números que dan para una y a veces dos violaciones por día durante un año. Hablamos de una sola ciudad de un país que tiene más de 400. Hablamos de las sobrevivientes que se atrevieron y llegaron a verbalizar que han sufrido violencia de este tipo a pesar de las posibles represalias de sus victimarios.
 
—Sigo pensando en eso que me hicieron. No sé si vuelva a sentirme normal. Es muy difícil. Dice Gloria.
 
En plural. Hombres. Gloria. Sola.
 
vimeo://v/374980563
 
Ella y varios agresores ejerciendo su poder destructivo en el terreno de lo íntimo, lo sexual: el poder que confiere la sociedad hondureña a los hombres, incluso desde antes de nacer. De forma tan natural como que el azul es de niños y el rosa es de niñas. Gloria dice hombres, dice violaciones, dice secuelas.
 
—¡No podía dejar de pensar en eso! No podía dormir. Creo que las actividades que hacía antes no las podía hacer. No podía dormir, no podía comer… uno ni puede estar con la gente que uno quiere porque está pensando en ese momento.
 
La psicóloga le acerca la caja de pañuelos y un vasito de papel con agua. Marca con un gesto el final de la entrevista.
 
Gloria no está lista para recordar «eso». Hoy ha vuelto a la oscuridad a la que la psicóloga Rodríguez llama «recuerdos intrusivos».
 
Si bien no hay un dato exacto sobre la cantidad de violaciones sexuales en el país, según el registro estadístico de Medicina Forense, las denuncias en los últimos diez años aumentaron a un poco más del doble: durante 2008 se contabilizaban 1241 mujeres violadas mientras que para 2017 se contabilizaron 2761. Todas estas cifras alarmantes de violencia sexual hacia las mujeres en Honduras se dan en un contexto donde no existe un protocolo de atención a víctimas por violencia sexual y las Pastillas Anticonceptivas de Emergencia (PAE) tienen una prohibición en su uso, venta y distribución desde 2009, hace casi 10 años.
 
Y Honduras es también un país con altos índices de feminicidios. Según el Observatorio de derechos humanos de las mujeres, un total de 4,742 mujeres y niñas murieron de manera violenta en los últimos 10 años en Honduras, mujeres con edades entre 20 a 29 años en su mayoría. Mientras que en el Comisionado Nacional de Derechos Humanos en Honduras (CONADEH) solo en 2018 se recibieron 2200 denuncias de mujeres sobrevivientes de violencia doméstica que en su mayoría acuden a esta instancia porque no han recibido respuesta de las demás autoridades.
 
 

Irene.

 
Para Irene las violaciones empezaban al llegar la oscuridad. Ahora se reconoce a sí misma fuera del dolor y la angustia, de las torturas. De la violencia sexual. Un estado posterior al de Gloria en el proceso de tratamiento psicológico. Quizá, porque sabe hasta qué punto va a sumergirse en su memoria —y lo que va a encontrar ahí— Irene busca un asidero: sus manos atenazan los reposabrazos metálicos de su silla y da gracias a Dios por todo cada poco tiempo.
 
Desde hace dos años viene con la esperanza de conseguir atención en salud mental al Centro de Atención Prioritaria de Médicos Sin Fronteras en la colonia Nueva Capital, en Comayagüela, la que llaman la ciudad gemela de Tegucigalpa. Viene Irene y también trae a una de sus hijas de seis años.
 
A pesar del ambiente reluciente y aséptico del despacho del centro de atención, a Irene no le cuesta demasiado evocar cuando estaba sumergida en aquellas tinieblas: relata aquella parte de su infancia con el rictus vacío, como el de las personas ciegas que escuchan algo con atención; los ojos negrísimos, abiertos como platos, intentando encontrar el brillo que entraba por las resquebraduras de las ventanas del cuarto que compartía con su madre. Con 11 años, la pequeña Irene buscaba algo que pusiera al descubierto la silueta del músico sigiloso de 19 años que la violó.
 
—En mi casa vivían muchos… mi papi era músico, en la casa pasaban un montón de hombres. Al principio no sabía quién me tocaba.
 

Con muy poca edad Irene fue llevada por su madre a casa de su padre en la aldea Jutiquile, tierra de vacas, de maíz, café, frijol, arroz y tomate. Ubicada en medio de montañas en el departamento más grande de Honduras: Olancho, donde las actividades económicas principales son la ganadería, la agricultura y el narcotráfico. Por esta última, entre otras razones, Olancho está en el top ten de los departamentos más violentos del país. Irene ha sufrido una de esas otras, de las razones que también dejan muchas muertas: la violencia machista. Un problema regional. De países. Institucional. Y vivir en una aldea en el interior de Honduras no le supuso mucha diferencia a vivir en la capital.
 
vimeo://v/374980572
 
El sector cinco de La Nueva Capital, donde ahora vive Irene con su hija, está a media hora de cuesta empinada del centro de atención y tiene el mismo aire bucólico de Jutiquile, pero sin huertas y menos vacas. En verano el paisaje aquí es marrón, de cerros secos; las casas se cubren de polvo. Pero en temporada de lluvia las callejuelas se transforman en ríos, vuelve el verde, como en la aldea de su infancia.
 
La esperanza de «La Nueva Capital» llegó después del huracán Mitch a finales de 1998, cuando las personas damnificadas por el desastre, invadieron terrenos ejidales y construyeron aquí sus chozas, sus nuevos hogares endebles: el cerro donde se impuso la Nueva Capital tenía viruela de colores. Las casitas crecían forradas con plásticos de tonos llamativos, con madera, cartón o lo que fuera. «La Nueva Capital» en los márgenes de Comayagüela, en una parte de la ciudad considerada de alto riesgo debido a los desastres naturales. Y actualmente, también por la violencia.
 
Con intensidad muy variable, sin llegar nunca a parar por completo, la violencia en Honduras lo sacude todo. En la superficie de la sociedad la violencia —en todas sus manifestaciones— es un temblor general, leve, soportable. El cadáver bajo una caja de cartón, el autobús en llamas por no pagar a tiempo el cuasi institucional “impuesto de guerra”, el asalto, las violaciones, los feminicidios, la violencia policial, institucional, el marido o novio maltratador, el plano de los niños jugando alrededor de la cinta amarilla en la escena del crimen… Ya son clásicos de los documentales que exhiben a uno de los países más violentos y pobres del mundo. Esta última descripción —la que convierte a Honduras en un escenario trepidante, una guerra de trincheras y bombas y no una guerra de baja intensidad, una tortura a cuenta gotas— casi es obligatoria actualmente para captar la atención del lector ávido de tweets, al que hay que situar en un escenario de Hollywood para que preste atención y entienda que merece la pena leer lo que viene.
 
 
Aquí la superficie y las honduras se sacuden a diario por la violencia, colisionando con una sociedad que parece soportar casi de todo y seguir adelante pese al reguero de sangre y el malestar general. Es eso o la locura. Honduras es un equilibrio latinoamericano, hermoso y macabro.
 
Poco a poco la violencia se vuelve específica —aquí es donde el temblor sacude los cimientos, te desconecta y te deja en la profunda oscuridad del miedo, del dolor—, se cierra sobre las personas. La violencia busca y, finalmente, encuentra con sus propios criterios de discriminación. Mujer, hombre, joven, mayor, migrante, deportado, de izquierdas, de derechas, estudiante, maestro, homosexual, transexual, niño, niña…tiene un criterio de búsqueda para todas las personas.
 
Eventualmente llega la oscuridad. Y en Honduras tiene más formas de encontrarte si eres mujer. A Gloria e Irene les encontró en forma de violencia sexual, entre otras.
 
—Ella me deja cita hecha aquí(la psicóloga que acompaña a Irene en la entrevista), pero hay veces que vengo dos veces a la semana o también viene mi hija mayor. Entonces me ha servido de mucho. Siento que cuando me he sentido mal, pues…aquí estoy.
 
—Cuénteme de qué forma se ha ido sintiendo mejor usted en todo este proceso.
 
— En tomar mejor las decisiones. Creo que he pensado más.
 
—¿Qué cosas ha pensado más?
 
—En tratar de cambiar mis maneras de pensar, sacar todo lo que tengo por dentro, porque a veces uno guarda tanta cosa… En tanto año, creo que hasta hace poco, le decía a la psicóloga, mi familia algo sabe de mi vida. Porque ellos no han sido una familia de “¿Qué te pasa? ¿Qué te pasó?”. Y ahorita hablo un poco con más libertad las cosas, creo que sí, vamos avanzando.
 
Este es el primer paso del protocolo de tratamiento según la psicóloga Sharon Jiménez, asignada por Médicos Sin Fronteras al mejoramiento de la salud mental de Irene. Que las sobrevivientes puedan hablar con libertad. Al menos ese debería ser el primer paso hacia el tratamiento psicológico y médico de los casos de violencia sexual al igual que en otros tipos de violencia contra las mujeres. Pero no es así. Según un informe del Centro de Estudios de la Mujer (CDM) apenas el 10% de las sobrevivientes de una violación sexual la denuncian, quienes no denuncian es debido a que «la misma sociedad a través de sus instituciones, refuerzan y reproducen la idea de que la víctima es responsable de lo que le sucede, generando estigma y culpa en ellas», dice el informe.
 
 
Paradójicamente muchas veces, Honduras, garante en el papel de los derechos de sus ciudadanas, se posiciona del lado de la violencia machista. O no se posiciona: no existe un protocolo de tratamiento para casos de violencia sexual en el sistema de salud pública. Ni siquiera se estudia uno teórico en la carrera de psicología de la Universidad Nacional. Irene y Gloria estarían solas sin los centros de atención prioritaria. Irene entendió lo que era un embarazo a la hora del recreo, jugando, mientras cursaba el cuarto grado en una escuela de Jutiquile. Tenía poco más de diez años.
 
El juego infantil de “Las Cebollitas” empieza generalmente en un poste o un árbol que simboliza la raíz de las cebollitas. La primera persona —la primera cebollita— que participa, abraza con fuerza el poste y tiene que impedir que le arranquen de la raíz para que no acabe el juego. Una detrás de otra se van uniendo las cebollitas, formando una fila, agarradas por la cintura. La última en unirse tira con fuerza y va probando si logra romper la cadena de tubérculos. Si no se suelta nadie se une otra cebollita y así sucesivamente. Irene cuenta que a ella nunca la arrancaban del poste, hasta ese día.
 
—Todo el mundo se dio cuenta porque yo jugaba a “Las cebollitas”… que antes se jugaba. y a mí me gustaba ser la del poste, a mí nadie me arrancaba. Y me acuerdo que ese día empecé a sentir un dolor bien fuerte y sangré y yo le decía a la maestra “fíjese que me vino la menstruación”. Porque yo asustada… Cuando me llevaron al centro de salud la doctora platicó conmigo y me dice: “quítese la ropa” y yo no quise porque yo nunca había ido a un lugar así… y me revisó, me revisó la barriga… ella me dijo: “vos estás embarazada” y yo así: “¡no! ¡no!”.
 
—¿Usted no notó cambios en su cuerpo hasta ese momento?
 
—Yo sentía que se me movía(el feto), y yo le decía a mi mami: “mami se me mueve algo”, pero yo no le decía lo que estaba pasando. Y me dijo: “de seguro son parásitos. Le voy a comprar algo para desparasitar”. Pero nunca me lo compró.
 
Ella me decía(la doctora): “querés escuchar el corazón?” y yo: “¡No! yo no tengo nada”. Me aferré a eso pues, porque no lo creía yo. En mi mente no sabía yo, que al meterse con un hombre iba a salir embarazada una mujer. Yo le dije a ella: “usted tiene que hacer algo y sacármelo porque no quiero niños, yo no quiero tener hijos, porque yo he venido de una vida muy dura también…”
 
 
El Observatorio de Derechos Humanos de las Mujeres del Centro de Estudios de la Mujer (CDM) señala que en 2017 más de 800 niñas menores de 14 años salieron embarazadas producto de violaciones sexuales. Honduras es el segundo país con más alta tasa de embarazo adolescente en Centroamérica. Y en Honduras, la Pastilla Anticonceptiva de Emergencia está prohibida y el aborto bajo cualquier circunstancia es penalizado. Una mujer puede ir 10 años a la cárcel por el delito de aborto y aunque diversas organizaciones feministas y de mujeres pretendieron hacer incidencia en el Congreso Nacional para que se modificara en el Código Penal y permitir tres causales para el aborto, en noviembre entra en vigencia la nueva legislación penal con el mismo delito de aborto que no considera ni las violaciones sexuales, ni la enfermedad de la madre ni la inviabilidad del feto.
 
– Pues él(el músico) me molestaba, pero igual yo era una cipota, cipota pues… uno de 11 años creo que no tiene uso de razón en esas áreas… y él empezó a molestarme y yo siempre trataba de capiarme(esquivarle), yo creo que uno cipote no está pensando en eso… Pero al tiempo él empezó a levantarse en la noche, a tocarme.Yo al principio: “¡Mamí!”, que prendiera la luz. Y yo así como que asustada, yo ni sabía… de tanto hombre que había ahí no sabía cuál era. ¿va? Uno empieza así: “qué raro…”.
 
El mejor recurso con que la niña contaba para evitar que el músico apareciera, era la luz: pedía a su madre que dejara encendida la lámpara del cuarto. Y así fue durante un tiempo. Al cabo de una temporada —suficiente tiempo, según su madre, para que una niña entienda que no pasa nada al dormir con la luz apagada— el músico volvió a su habitación durante la noche cuando todos dormían.
 
—Entonces, creo que uno como que, no sé, en esa edad empiezan sus hormonas y cosas. De ahí, como que a mí ya no me fue ofendiendo, ¿va? Pero yo siempre con la molestia… Dije yo, que raro. Ya me sentí un poco incómoda, yo ya sabía quién era. De ahí yo salí embarazada, pero yo no sabía. Yo estaba en la escuela en cuarto grado y así iba a la escuela, porque no sabía yo que estaba embarazada.
 
Según Jiménez, en psicoterapia infantil se usan los muñecos sexuados para explicar a menores de edad, especialmente a niñas pequeñas, temas como la llegada de la menstruación, problemas de control de esfínteres, identidad de género, detección y prevención de los abusos sexuales, etcét. Después de aquel juego de Las Cebollitas, Irene pasó de sus juguetes de niña a jugar con muñecos terapéuticos para niña embarazada.
 
—Una psicóloga, me acuerdo, empezó: estuvo toda la tarde diciéndome: “mirá, que vas a tener una muñeca, que te va a decir mamá, y va a crecer…”. Como uno de cipote la mente rapidito se la hacen cambiar, pues yo me hice ideas: “pero no le diga a nadie ¡A nadie, nadie!” Sin pensar también que eso me iba a crecer, pues. La gente se iba a dar cuenta. “¿Y quién es el papá? —Preguntó la psicóloga. —“¡No, no les voy a decir!” Yo no les dije nada…
 
Por decisión de las autoridades escolares Irene tuvo que abandonar la escuela, perder su beca de estudios y dedicarse a la que sería su nueva vida de niña-madre.
 
—Otro día: me voy para la escuela, yo ya sabía, y la maestra me despachó, me dijo que ya no podía ir y yo lloré y lloré porque yo quería seguir estudiando, yo tenía beca. Y la maestra llorando conmigo: “vos ya no podés, estás embarazada, aquí solo hay niñas…”.
 

Violencia institucional justo después de la sexual.

 
Irene —en pleno proceso de afinamiento de las múltiples violencias que estaba viviendo— por miedo a que su padre la matara al enterarse del embarazo, y por recomendación de su madre que estaba de acuerdo con ella, buscó la forma de salir de casa.
 
Otro padre, el del músico que la violó, se presentó en casa de Irene en Jutiquile, como si pudiera asumir responsabilidad por el violador que en esos días había desaparecido de la faz de la tierra. Irene fue llevada a Catacamas, cabecera del mismo departamento de Olancho. La salvaron del parricidio, pero acabó siendo entregada por completo a una la violencia machista más enferma. Una oscuridad aún más profunda.
 
En aquella pequeña habitación maloliente ya no habían hendiduras que dejaban entrar hilos de luz, ni hacía falta descubrir al agresor en la oscuridad. Quizá las ventanas podían abrirse, pero «la puerta sí estaba cerrada con llave». Recuerda Irene. Este era el segundo método de control de aquella prisión machista que se mantuvo durante dos meses pero que dejó marcas que persisten en el tiempo. El primero, llamémosle método de control igualmente, fue que el músico escogió violentar a una menor de 11 años.
 
Irene. Una bacinilla. Y un colchón. 60 días de encierro.
 
Una celda de la invención del músico que pasó de violarla a intentar convertirla en un objeto de su propiedad. Irene ya no tenía ropa propia, el tercer método de control del agresor fue despojarle de toda propiedad para que, aunque pudiera, no saliera de la casa: el día que entró en aquella habitación quemó la ropa de Irene y le dio una de sus camisas, nada más.
 
Misoginia rabiosa.
 
—Era muy celoso,- Explica Irene. Casi justificándole, con los resquicios de sumisión que todavía lleva consigo.
 
Gloria e Irene están en etapas distintas de su proceso de recuperación de trauma. Ante la mirada orgullosa de la psicóloga Sharon, Irene no tiene la intención de dejar caer una lágrima más y sigue rígida —incluso suelta alguna risa, a la usanza hondureña, sino latinoamericana, de reír para quitarle peso a la adversidad—, hablando todavía sujeta a los reposabrazos de la silla con un estoicismo que solo puede venir de una mujer dispuesta a recuperarse a sí misma. Convencida, sin aspavientos, ante la grabadora, de que ni ella ni sus hijas pasarán de nuevo por lo mismo.
 
El siguiente paso en el largo proceso evolutivo de su tratamiento psicológico sería convertirse a sí misma en portavoz de las sobrevivientes, una guía para sus hijas, y para otras mujeres que han pasado por situaciones similares. En el futuro quizá lo será. Por eso accedió a contar esta parte de su historia.
 
 

Ander.

 
—Esta es como la tercera vez que sufro violación. Antes de venir aquí pasaba amargado, lloraba a cada rato y no quería ni hacer música. Cuando lo hacía era para insultar. Todas esas letras están en la basura, ya las boté. Ahora me desenvuelvo mejor con la gente.Cuando no puedo venir aquí me voy a los buses a cantar para distraerme y no pasar solo en el cuarto. Eso me hace sentir bien porque ya no me siento inseguro al hablar.
 
—¿Podrías decirme tu nombre y edad?
—Pero…
 
El nombre de Ander, tiene un pero. Instintivamente ofrece una explicación antes de decirlo.
 
— Soy chico trans. Tengo 20 años, voy a cumplir 21 y soy rapero.
 
En lo que va del año Honduras registra 27 crímenes de odio contra personas LGTTBI, apenas 3 de estos han logrado ser judicializados, según datos arrojados por el Observatorio de Muertes Violentas de Personas LGBTTI de la organización lésbica Cattrachas, el único observatorio que monitorea crímenes de odio en el país. La violencia más invisible suele ser la de los hombres trans.
 
Ander conoce sus propios procesos de duelo y recuperación. También tiene mucha experiencia confrontando a extraños con su discurso musical y sabe modificarlo para reforzar su bienestar. Una posición envidiable desde la perspectiva de las sobrevivientes de la violencia sexual.
 
Ander ya es un portavoz.
 

Su canción se llama Stop Femicidios.
 

 

 

Compartir