Migración en América Central y México: “Somos historias, somos emociones, somos experiencias”

Olimpia Garduño, de MSF, en una clínica móvil de MSF asiste a migrantes de venezuela
Foto de archivo: El equipo de MSF en Honduras explica a un joven migrante de Venezuela las principales rutas de la región, así como los diferentes puntos de atención en el camino y algunos consejos de autocuidado. ©Esteban Montaño/MSF

Olimpia Garduño es una mexicana que trabaja con Médicos Sin Fronteras como gestora de un enfoque de atención llamado ‘personas y poblaciones como socios’ (People and Populations as Partners, o PPP por sus siglas en inglés).

El objetivo de este método es construir, junto con la comunidad, la mejor forma de brindar nuestros servicios y compartir herramientas a nuestro alcance para dar soporte a la autonomía que tienen las personas sobre su salud.

En esta entrada de blog, Olimpia nos explica cómo aplica este enfoque a su trabajo, y lo que ha visto a lo largo de la ruta migratoria de América Central y México. 

 

Las esperanzas durante el camino 

Recuerdo a un chico de 23 años que conocí en la frontera norte de México, en Caborca, Sonora. Al principio no quería hablar sobre lo que quizás a mí podría interesarme para acercarle la atención médica. Así que le pregunté sobre lo que a él le interesaba, sobre lo que hacía, sobre lo que le importaba.  

Este joven trabajaba en “el arte del café”. Así le llamaba. Comenzamos a hablar de eso y luego empezó a contarme todo sobre la ruta y sobre cómo, desde Médicos Sin Fronteras, podríamos acercarnos mejor a aliviar las dificultades de las personas que, como él, han salido de su país y están en el camino hacia el norte. También me contó sobre las preguntas que les incomodan y las cosas que son importantes en el trayecto.  

Esto es el PPP, un enfoque en el que consideramos a las personas como socios, y lo aplico en las conversaciones. La idea es construir un vínculo en donde asumimos en igual proporción responsabilidades con relación a la forma en que se enfrenta alguna dificultad de salud.   

MSF trabaja con el método PPP con población migrante en México y Centroamérica
Salto de Agua, Chiapas. © Olimpia Garduño / MSF

 

PPP implica entender que, aunque como organización proporcionamos servicios, las personas son quienes toman las decisiones. No sabemos más que los pacientes y las poblaciones con las que trabajamos. Son ellos y ellas quienes mejor conocen su contexto y la mejor forma de cuidar su salud. Nuestro trabajo es brindarles ciertas herramientas que potencien las fortalezas que ya poseen, porque siempre las hay.  

Por lo tanto, PPP es también reconocernos ignorantes frente a las experiencias e historias de los demás, mantenernos humildes y flexibles para que esta construcción en conjunto con las personas sea efectiva, que los beneficios de esta alianza sean sostenibles, autogestivos y adaptados. 

 

El costo del viaje migratorio de sur a norte de México 

Son selváticos los caminos del sur, con un verde que parece interminable en unos tramos, más vivo parece el paisaje. Por el norte, son rumbos rocosos, áridos, montañosos y el que pareciera infinito: el desierto. Ese contraste es tangible en la experiencia de las personas que están migrando. Todo el camino tiene dificultades, pero parece ser que en el sur el optimismo está más vivo, como el verde del medio físico que caracteriza esas latitudes.  

En un albergue de Chiapas en donde las personas se quedaban no más de 1 o 2 días, incluso algunas horas si había quienes podían continuar con el viaje porque no tenían tan dañados los pies o no necesitaban atender alguna otra condición de salud más delicada; conocí a un grupo de muchachos que tenían entre 19 y 27 años. Eran alrededor de 8 y se habían detenido en el albergue para conseguir agua y 3 pares de zapatos para quienes “se les habían terminado” por los dos días caminando desde la frontera con Guatemala para llegar ahí.  

Sabían que aún les faltaban alrededor de dos semanas caminando, con algunas paradas, para llegar al punto en el que se tomaba el tren en Coatzacoalcos, Veracruz. Decían, con mucha determinación, que no querían parar. Tomaron suficiente agua, se colocaron los nuevos zapatos, hicieron una oración en grupo y salieron del albergue.  

Más al norte, las personas que van llegando del tren, de los tediosos viajes cambiando de transporte y largos trayectos caminando o los asfixiantes traslados en autobuses de carga, las personas que han devuelto a las fronteras de México; reflejan ese sofocante sentir que también es palpable en el clima, la poca vegetación y el entorno en general. 

Ahí, en el norte de México, puedes ver el viaje de las personas en sus ojos, cuando les es posible llegar. Es verdad que el viaje no tiene un costo oficial, pero el precio real en muchas ocasiones suele ser muy alto. El viaje cobra un costo en los cuerpos, mentes y medios de vida de las personas en movimiento, incluso tiene un precio para las familias que se quedan.  

Cuando pasaba que las personas eran detenidas en EE. UU., les ingresaban en lo que llamaban hieleras. Esta era una palabra que representaba de manera muy acertada las condiciones de “estancia” en las que permanecían. Era el punto en el que todo se congelaba: la incertidumbre intencional y falazmente generada, que enfriaba los planes de las personas migrantes y sus posibilidades de tomar decisiones dignamente. 

MSF trabaja con el método PPP con población migrante en México y Centroamérica
© Olimpia Garduño / MSF

 

El tren: La bestia 

Durante las visitas que realizaba a las vías del tren cuando trabajaba como promotora de salud en Mexicali, Baja California Norte, encontré a una familia. Eran dos hermanos que habían salido de Honduras, uno de ellos con su hijo de 9 años.  

Los tres estaban tratando de descansar en uno de los pilares que sostienen el puente por el que debajo pasa el tren, poco antes de llegar a su última parada antes del muro que divide a México de Estados Unidos. Los saludé y les pregunté si les molestaba que los acompañara. Me dijeron que no y me senté en una piedra que estaba frente a ellos.  

Desde que llegué, el niño se me quedo mirando. Veía el chaleco y los mapas que traía en la mano. Me compartieron que habían hecho el viaje en el tren, que habían cruzado y los habían devuelto después de haber estado en las hieleras. No tenían muchas opciones para volver a cruzar. No podían volver a pagar y tampoco podían regresar de manera segura. Estaban sentados ahí, frente al tren decidiendo si subían o no, pero no querían volver a vivir todo lo que vivieron en ese viaje desde el sur.  

Uno de los hermanos me pidió que les dijera qué hacer, porque si yo traía el chaleco seguro sabía cuál era la mejor opción. Conversamos sobre algunas alternativas, pero me quedé pensando… ¿de verdad yo sabía cuál era la mejor opción para ellos?  

Me hice esta pregunta muchas veces en ese momento y la verdad era que no. En el equipo contábamos con algunos recursos que quizá podrían serles útiles en ese momento, así que seguimos intercambiando ideas en torno a la situación y ellos construyeron sus siguientes pasos.  

 

El poder de un chaleco  

Esto me hizo pensar en el poder que tiene el chaleco que nos ponemos. Tal vez no lo vemos, y tampoco es algo sobre lo que reflexionemos todo el tiempo.  Por esto es importante hacer saber a las personas que las posibilidades pueden discutirse en conjunto, pero que las decisiones son de ellas. 

“Llévame contigo” fue lo que me dijo un mes antes de que nos despidiéramos, jalando mi chaleco como siempre hacía cuando me invitaba a jugar. La conocí en un albergue de la frontera de México, llevaba casi 4 meses esperando ahí con su madre. Habían sido devueltas bajo el “programa de protección al migrante” o MPP, y esperaban para cruzar a Estados Unidos y tener sus citas, con la esperanza de poder quedarse “del otro lado”.  

No estaban protegidas, ni ella ni su madre. Habían salido de Honduras para escapar de la violencia, encontrar un lugar tranquilo para ambas. La pequeña vivió violencia sexual mientras esperaba bajo ese programa de protección. No me lo contó de inmediato, ni tampoco con esas palabras.  

Yo hacía visitas para jugar, dibujar. Ella me mostraba todos los sitios del albergue, me presentaba con niños y niñas que acababan de llegar. También me platicaba historias de su camino, de su casa, de su familia a la que extrañaba mucho. A veces estaba enojada y no quería jugar, a veces se acercaba y pasábamos buen rato pintando sin hablar y un día me lo contó.  

¿Qué hacer? Es muy complicado responder a esa pregunta en una situación así, pero siempre tuvimos claro que la evaluación conjunta de posibilidades y respeto a la autonomía era vital.  

MSF trabaja con el método PPP con población migrante en México y Centroamérica
Mexicali, Baja California Norte.©Olimpia Garduño / MSF

 

Entregando a los hijos a un ‘mejor futuro’ 

Así como la historia anterior, conocí a muchas mujeres madres a lo largo de la ruta. En el norte pasaba que “entregaban a sus hijos a un mejor futuro”, ellas lo llamaban así. Me contaban que dejarían a sus hijos en la frontera para que al menos ellos pudieran cruzar. Era un dolor muy grande, una decisión difícil, una más, y quizá la más complicada, de todas aquellas que habían tenido que tomar con tanta fuerza desde que decidieron salir y empezar el viaje.  

Aún cuando lo habían hecho con amor y pensando en el bien de sus hijos, era algo que se cuestionaban mucho y las llenaba de culpa, de impotencia. Era el patriarcado atravesando la vida de mujeres que crecieron y vivieron en contextos de violencia, de paternidades ausentes. Este sistema les responsabilizaba y les culpaba por tomar una serie de decisiones a las que este mismo las orilló. 

MSF trabaja con el método PPP con población migrante en México y Centroamérica
Tijuana, Baja California Norte. © Olimpia Garduño

 

Entender que no todas las personas nos necesitan 

En una de las clínicas móviles que hacíamos en la frontera de Honduras con Nicaragua, pude conocer a unas chicas venezolanas. Eran dos eran hermanas y una prima, viajaban en grupo con su familia. Tenían 13, 14 y 16 años respectivamente.  

Teníamos el mismo peinado y ellas me preguntaron si me lo había hecho yo. Así nos acercamos y comenzamos a platicar, hicimos una sesión de peinado, jugamos “basta”. Me compartieron un poco de su vida en Venezuela y sus expectativas sobre el viaje. Por su parte, me preguntaron sobre lo que hacía en Honduras. Nos despedimos con muchas sonrisas y se fueron al módulo del Instituto Nacional de Migración para dar seguimiento a su trámite.  

Después de esto pensé que tal vez pude haberme acercado a sus padres. Tal vez pude haber hecho más, tal vez necesitaban otra cosa … tal vez solo necesitábamos un peinado nuevo.  

MSF trabaja con el método PPP con población migrante en México y Centroamérica
Frontera Honduras – Nicaragua . © Olimpia Garduño

 

Somos historias, somos emociones, somos experiencias 

Para mí, la migración es un fenómeno de realidades compartidas, pero también de experiencias individuales con características muy particulares. Las vivencias de cada persona y cada familia me enseñan algo, porque la migración es una respuesta inequívoca al actuar histórico de quienes también criminalizan a quienes huyen de sus países en busca de una vida mejor. 

Este panorama puede generar frustración e impotencia, pero también enseña. Enseña mucho.  

Vas aprendiendo cuál es la mejor forma de acercarte a las personas. Vas entendiendo que somos historias, somos emociones, somos experiencias que se tejen entre sí. Y, con ello, podemos construir en conjunto las mejores formas de hacer frente a aquello que pone en riesgo la salud de las personas que buscan mover las fronteras de oportunidades, seguridad y una vida digna.

MSF trabaja con el método PPP con población migrante en México y Centroamérica
Tenosique, Tabasco. © Olimpia Garduño

 

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