Una carrera a contrarreloj para salvar la vida de Amina

República Democrática del Congo
© Michel Lunanga/MSF
  • “Me aferraba a que pasara la noche con vida y pudiera llegar al hospital donde tendría una verdadera oportunidad”.

Por Citlali Barba, Médica urgencióloga mexicana de Médicos Sin Fronteras 

En 2015 hice una misión de emergencia nutricional en la República Democrática del Congo (RDC). Para llegar tomé muchos aviones, incluyendo uno de esos pequeños que tomas al final que estoy segura de que tienen algún mecanismo especial para viajar por el tiempo o dejarte en otras partes del universo, porque yo me bajé en otro mundo. 

El Congo me maravilló desde el primer momento. Para empezar la RDC tiene soundtrack: ahí el silencio no existe. Por un lado, los animales, todo el día, pájaros de día y ranas de noche. Ranas pequeñas que producen un sonido tan fuerte que la primera noche estuve segura de que provenía de algún tipo de máquina, creo que solo dormía por el cansancio acumulado del trabajo de cada día. Además, por si fuera poco, la gente está cantando todo el tiempo, haciendo en diferentes actividades y si vas caminando por una calle oyes música y cantos viniendo de todos lados; de las diferentes iglesias, de la gente que vende productos en la calle, de los niños y niñas que vuelven de la escuela, de la gente que trabaja su jardín de vegetales y más. El conjunto de voces es maravilloso y es algo que nunca más he vuelto a escuchar. Me parecía el lugar más alegre de la tierra. Además, los peinados de las niñas y mujeres era algo que jamás hubiera imaginado: el pelo en picos de unos 10 cm con cuentas de colores o pelucas de colores fosforescentes, y más estilos todos estrambóticos.  

Yo trabajaba en un pequeño hospital pediátrico. Había una epidemia de sarampión y teníamos lleno total de pequeñas y pequeños con complicaciones de una enfermedad que puede llegar a ser muy grave en niños cuya salud, para empezar, estaba lejos de ser la óptima. Esto provoca a su vez una crisis de desnutrición ya que los niños se enferman en un peso límite y la enfermedad los consume hasta la desnutrición severa y teníamos que internarlos para salvar su vida en el pabellón de desnutrición. Fue un proyecto de muchos recuerdos, pero la historia que más recuerdo es la de Amina, que tenía 4 años. Y fui a encontrarla al borde de la muerte en una aldea perdida en la oscuridad de la selva. 

 

© Hugh Cunningham

 

Todo comenzó porque yo, queriendo ver el maravilloso paisaje del lugar y participar en una actividad diferente, pedí permiso para ir por esta vez, en lugar de la enfermera, a la actividad de búsqueda de aldeas en las que pudiera haber niños y niñas con desnutrición. Entre otras cosas, medíamos el perímetro del brazo con unas cintas especiales para analizar, mientras que nos comentaban sus otros síntomas, el grado de nutrición o desnutrición de un niño de menos de 5 años. Me emocionaba la aventura, despertar a las 4:00 AM para llegar temprano a las aldeas, poder visitar tres e irnos antes de que nos tocara el anochecer en el camino. Ese era el plan, pero se sabe lo que se dice sobre los planes… 

Salimos al amanecer el jefe del proyecto, el logista, el conductor y un guía que iba a decirnos el camino a las aldeas. Vimos salir el sol sobre el río Congo, majestuoso y brillante con la luz del sol, vi hipopótamos en sus ramajes, de lejos, sobre un puente, pero aun así una visión para recordar. Visitamos las 2 primeras aldeas sin mucho problema, yo medí el perímetro braquial a todos los niños y niñas que había. No había nadie que necesitara ser internado, pero sí niños que necesitaban ir a consulta. Explicamos a los padres cómo llegar para que llevaran a sus hijos e hijas y nos fuimos hacia la tercera aldea por un camino muy complicado.

Era la estación de lluvias y todo se vuelve un lodazal terrible, inclusive para los jeeps gigantes que llevamos. La aldea era muy pequeña, apenas de unas casas y de una de ellas salió una mujer cargando lo que me pareció una bebé con una desnutrición severísima. Ya no emitía ningún ruido, su debilidad no le permitía ni comer y tenía una infección en la piel que hacía que se le cayera, como si se hubiera quemado. Necesitaba urgentemente ir al hospital. La madre era una niña de 14 años, así que nos llevamos a la abuela, la madre y la bebé, que parecía que iba a morir en cualquier momento. Yo iba en el carro tratando de darle traguitos de agua azucarada como un ser completamente desprotegido, que a veces tomaba y otras me ignoraba como si ya nada le importara en este mundo. De hecho, así es la mirada de algunos niños, vencidos, ya no pueden más, es una mirada de alguien que espera la muerte sin poder hacer nada, con un desinterés absoluto por la vida a la que no ven manera de regresar.  

Pero el camino se volvió más inhóspito de regreso, se hicieron montañas de barro y en algún momento el carro se quedó atascado a la mitad de la nada. Para sacarlo intentaron todo: tablas, cuerdas, empujar, todo, pero no se movió y en la selva se hacía de noche. Decidimos que sería más seguro pasar la noche en una aldea cercana y el guía nos dijo hacía donde caminar, así con lámparas en la cabeza (los que traíamos) y en fila india íbamos caminando por la selva cerrada de noche; una belleza. Pensé que si no estuviera tan preocupada por Amina lo iría disfrutando más, pensé que habría gente que pagaría mucho dinero por un tour así en una ruidosa selva nocturna, llena de seres y, estoy segura, no solo de seres visibles.  Me daba la sensación de que la selva me observaba con detenimiento antes de decidir dejarme pasar. El guía de alguna forma se comunicó con el jefe de la aldea y después de una hora de caminar vimos unas lucecitas, veían personas de la aldea con pequeñas lámparas de petróleo a buscarnos y a llevarnos a su casa.  

 

© Newsha Tavakolian/Magnum Photos

 

La aldea consistía en dos tubules (casitas cilíndricas de tierra y pasto compactados y techo de paja, en las que apenas cabe una cama), el resto de la gente dormía en el piso entre las casas. Nos sentamos en un tronco frente al fuego, la gente estaba muy contenta de tenernos ahí, yo recuerdo estar en el tronco cargando a la niña, intentando que tomara agua mientras yo comía los cacahuates que nos ofrecieron. Las personas de la aldea nos cedieron las casas, así que una fue para el coordinador del proyecto y la otra me la dieron a mí y a la pequeña. Pasé una noche con una bebé moribunda y la bolsa de medicamentos de emergencia que siempre llevamos cuando hacemos salidas así. Durante la noche la niña tuvo fiebre, no tenía nada para la fiebre que no fuera una pastilla, pero le puse lo que sí tenía: un antibiótico de amplio espectro y tratamiento para malaria. Más tarde tuvo hipotermia y tuve que envolverla en una manta especial metálica que siempre llevamos en esas mochilas de emergencia y que sirve para disminuir la hipotermia.  

Mientras cargaba a esta niña muriendo me preguntaba qué hacer si moría ahí en mis brazos. Si dejarla ahí conmigo y pasar el resto de la noche junto a una niña muerta para no despertar a su madre en la madrugada y que no pudiera hacer nada o si salir y buscarla entre la gente dormida en el piso y avisarle a la hora que sucediera, mientras me afanaba y me aferraba a que pasara la noche con vida y pudiera llegar al hospital donde tendría una verdadera oportunidad.  

El amanecer me encontró con Amina viva y empezamos a planear el regreso. Como sacar el auto iba a necesitar mucho tiempo y esfuerzo, a Amina, su mamá, su abuela y a mí nos enviaron en unas motos muy ligeras que pasan casi por cualquier lado. Los chicos que las manejaban eran unos expertos, pero no sé cómo le hizo la mamá de Amina que la llevaba cargando porque yo apenas podía agarrarme a la moto y no caerme en los saltos que daba. Teníamos que bajarnos en los ríos por donde no pasaba, pasar caminando como podíamos y los chicos cargaban la moto hasta la otra orilla. Viajamos así por 4 horas, creo. 

Recuerdo haberme bajado con todo doliéndome, después de una noche literalmente en vela, pero corriendo con la niña en brazos a la sala de desnutrición. Mis compañeros me dijeron que era un caso muy difícil, que no me apegara, pero apegada ya estaba y también dispuesta a hacer lo que sea para que sobreviviera. Le pusimos antibióticos e hidratación intravenosa y le ofrecimos Plumpynut, que es una pasta especie de crema de cacahuate reforzada con más proteína y vitaminas, pero no le interesó nada; a Amina ya no le interesaba salvarse. Así que tuvimos que ponerle una sonda intranasal y por ahí pasarle leche especial calculada en dosis, en tomas frecuentes durante el día y la noche. 

 República Democrática del Congo
© Michel Lunanga/MSF

 

Al principio parecía dudoso, pero Amina empezó a responder. Un par de semanas después ya aceptó la comida especial y pudimos quitarle la sonda, y en otras semanas habría recuperado suficiente peso. Fue impresionante: la vi convertirse de una bebé a la que no podías estirarle las manos o brazos porque los tenía en tetania, a una niña que un día se pudo parar y estar lo suficientemente fuerte para regresar a casa llevándose muchas barras de comida especial para ella y comida normal (arroz y frijoles) para su familia. Hemos visto que a veces la familia, desesperada por no tener que comer, comparte la comida especial de los pacientes, por lo que no mejoran. Aún tengo una foto por ahí, guardada, de una doctora que también empezaba a mostrar signos de desnutrición, dándole la mano a una pequeña aún demasiado delgada, pero ya no enferma, agarrada de mi mano y mirando tímidamente a la cámara.  

Hay aventuras y pacientes que no se olvidan, solo espero que Amina haya crecido fuerte y sana después de salir de la desnutrición y que se haya podido desarrollar como una niña normal a pesar de haber vivido eso. Afortunadamente, los proyectos de desnutrición, a pesar de ser difíciles por ver a tanto chiquito tan enfermo, también son satisfactorias, pues casi todos salen adelante y consiguen llevar una vida normal después de eso. Ahora Amina será una adolescente y me la imagino sana y feliz en su aldea perdida en la selva. 

Compartir